lunes, 30 de abril de 2012

Nicole Kidman, una actriz australiana


Nació en Honolulu y hasta los cuatro años vivió en Estados Unidos, cuando su familia se trasladó a Australia. Su padre, un bioquímico que investigaba sobre el cáncer en Washington D.C., era al mismo tiempo profesor universitario en Sydney, Australia.
En 1999 hizo “Ojos bien cerrados”, que sería la última película de Stanley Kubrick y en el año 2002 ganó el Óscar como mejor actriz por su interpretación del personaje de Virginia Woolf en “Las horas”. Luego, en 2008, filmó “Australia” una película situada en los preámbulos de la Segunda Guerra Mundial donde una aristócrata inglesa viaja al otro lado del mundo, para encontrarse con su marido y vender una extensa propiedad ganadera del tamaño de Bélgica. Al llegar a las cercanías de Darwin, encuentra a su esposo muerto.
La película tiene un embriagador aroma a cine clásico, una fotografía bella e infinita, un guión con épica, acción, romance… como en las grandes superproducciones y sin embargo, cae en la exageración pretenciosa y el sentimentalismo. Todo en Australia es grande, y eso puede ser demasiado para el espectador. El ritmo aunque constante, es ciertamente lánguido, lo cual es una pésima noticia para una película tan larga.
No existe una sola toma descuidada del paisaje australiano, desde sus llanuras desérticas a sus caudalosos ríos… pero claro, no sólo paisajes debe tener el filme. El guión, con su esencia épica clasicista sí, con una trama principal bien organizada sí, pero lleno de tramas recargadas al máximo, lo que provoca que la narración sea aparatosa. Uno está viendo una película histórica sobre el colonialismo en Australia en su etapa previa a la segunda guerra mundial, pero también está viendo una película romántica entre una inglesita y tipo duro, pero también está viendo una película con un entronque social hacia lo aborigen y la sociedad racista que excluía a los mestizos, pero también está viendo una película de aventuras hacia el puerto de Darwin. Demasiado para una sola película y esto tiene por efecto una longitud de metraje exasperante por la que se termina suplicando un final que el director se empeña en alargar. Además, muchas de estas tramas están deliberadamente hinchadas, la historia de amor desborda pasión, la épica es reiterativa y la trama social está manchada de sentimentalismo.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Francis Mallmann



Este cocinero argentino es uno de los exponentes de la nueva cocina, aunque recientemente se afilió al estilo más rústico. Nacido en Buenos Aires, comenzó con la gastronomía en Bariloche a los 18 años, manejando el restaurante de una amiga. Luego se fue a París, pero volvió a la Argentina y abrió su propio local de cinco mesas y precios altos. Lo hizo sin nombre ni cartel, a puertas cerradas. Durante diecisiete años seguidos hizo televisión y enseñanza, sin embargo, optó más tarde por dedicarse a restaurants dispersos entre Argentina y Uruguay.

¿La masificación del rubro culinario perjudica a la alta cocina?

El peligro de las modas es que son superfluas. Hay que conocer las bases, la técnica y la historia para hacer algo moderno. A los 18 años yo copiaba la de los años ’70. No la conocía, pero la quería hacer porque se hablaba de eso y era la moda. Hoy puede entrar a internet y leer diez recetas de cocina tailandesa, hacer una lista de compras y prepararlas. Pero si no sabe cómo los tailandeses van al mercado y cuál es su idiosincrasia, hay un vacío en el plato. La cocina es algo inimitable, aprender a cocinar es pararse 3.000 veces con una sartén delante de una milanesa y lograr un lenguaje silencioso. Si se salta todo eso, queda un vacío de contenido y sobre todo de respeto a lo que esta haciendo. Creo que se toman a la ligera las cocinas étnicas y se mezclan sin respeto.

¿A quiénes les ha cocinado?

A Plácido Domingo le gustaban las pastas y a Madonna le cociné un bife. El actor Raúl Juliá fue un gran amigo y si le gustaba lo que le preparaba, después de comer, recitaba a Shakespeare. 

En su programa viaja por toda la Argentina, ¿qué descubrió?

El norte tiene una cocina elegante con raíces incaicas, y en el sur es gauchesca con influencias inglesas. Hay elementos dispersos, pero con recetas bien hechas se hacen glorias.  El asado es la cosa más difícil de hacer de la cocina argentina, depende mucho de la leña y el viento, pero además se necesita muy buena carne.

¿Por qué el viejo romance con José Ignacio y el más reciente por Garzón?

Primero porque soy medio argentino y medio uruguayo. De niños veníamos en el Vapor de la Carrera a Montevideo, a casa de mi abuela materna, Mercedes Ponce de León, en 25 de Mayo y Juncal. Abajo había un bar que hacía un fainá riquísimo. Más adelante en el tiempo, me contactaron en Bariloche para abrir una posada junto al mar. En el invierno de 1977 vine a ver José Ignacio y me encantó. Pasé mis primeras noches en una calle en la que sólo había dos casas, era el campo. Llegado el verano abrimos la Posada del Mar. Primero fui contratado, después asociado y en algún momento de los años 80 empecé a alquilar un sitio más informal, más joven, menos lujoso, en el que el fuerte eran los atardeceres. Simultáneamente abrí Los Negros, que primero fue muy chico y luego fue creciendo.

¿Añora algo del pueblo que todavía no había sido descubierto?

La nostalgia es acordarse de las llamadas telefónicas a manivela y a través de operadoras, que nos escuchaban todas las conversaciones. Me acuerdo que se decía que los negocios inmobiliarios eran soplados por ellas. No había agua, no había luz, trabajamos durante años con grupos electrógenos. Los clientes llegaban dando toda una vuelta por la ruta 9 y si el tiempo lo permitía, los cruzábamos en un botecito por la laguna. Como en un romance. Y yo tuve la suerte de haber sido invitado a participar en él.

¿Garzón es su descubrimiento más reciente?

En realidad conocí Garzón en esa misma época, aunque por otras razones. Había alquilado un ranchito en José Ignacio que suponía debía tener agua. Nos peleamos con el dueño y fuimos citados en Garzón por el juez de Paz para dirimir la situación. Vine al pueblo esa primera vez.

Además de ser una manifestación cultural. ¿La gastronomía es estatus?

Soy un convencido de que la cocina está muy arraigada a la historia y a la geografía. Creo que todos, hagamos lo que hagamos, aprendemos nuestro oficio hasta que técnicamente llegamos a un punto, luego hay que convertirse en generalista. Mirar de qué forma afecta tu trabajo la música, la moda, el caminar, el romance, el drama, el teatro. Es verdad que hoy tiene a un lugar demasiado alto. Ha estado muy de moda, y como todas las modas, tiene sus problemas de calidad. Si a eso se suma la globalización, hay cierta falta de respeto hacia la historia y la cultura. Si quiere mi punto de vista, soy crítico de lo que está pasando con la cocina hoy.

¿Qué lo inspira para retornar a una cocina más sencilla?

Ése es el lugar donde me siento más cómodo. Yo también fui joven, tuve sueños, viajé a Francia, aprendí mucho y copié mal. En determinado momento crecer significó descubrir que realmente lo que me gustaba era el lenguaje de lo sencillo, cosas cotidianas, que a veces pueden ser las más complicadas. Porque las cosas complejas y elaboradas tienen capas que permiten esconder y confundir. Pasar por una etapa así es parte de la formación de un cocinero, como de cualquier profesional. Cuando uno empieza suele admirar a alguien, pero es muy difícil copiar bien.

Del mismo modo está de vuelta de muchas sofisticaciones. ¿En qué consiste?

Dos grandes lujos, a la vez los más simples, son el tiempo y el espacio. Entrar a un hotel en el que uno tiene que caminar sesenta metros por un pasillito angosto, cargando las valijas, no es lo mismo que entrar a un viejo hotel donde hay espacios infinitos. Hoy la calidad de vivir tiene que ver con eso: con el espacio, con el tiempo y con la forma de disfrutar los recursos.

Mirándolo cocinar en sus programas se siente que disfruta la soledad. ¿Los escenarios alejados tienen que ver con un estado de ánimo o con una postura contra la globalización?

Cuando uno crece, elige. Ésa es una de las cosas más lindas de crecer. Uno empieza a ponerle límite a las cosas que durante mucho tiempo hizo porque las debía hacer, o porque le convenían. La soledad me encanta, es cierto. Es peligrosa: a veces asusta, a veces lastima, pero es un lujo.

¿Qué es lo más rico que ha probado en su vida?
Muchas cosas deliciosas, pero tal vez un arroz iraní crocante o unos pescados a la sal maravillosos que probé en Sevilla. Lo feo siempre está relacionado con lo rebuscado, con lo arrogante.

¿Qué tiene Uruguay en gastronomía, que no tengan los argentinos?

El fainá, que es de herencia, y los chivitos, que son una creación uruguaya.

¿Cómo tiene que verse una mesa para que se luzca el cocinero?

El plato tiene que ser blanco. No puede ser de otro color, porque el blanco es respetuoso con la comida. Pero yo creo en la escenografía, en la puesta en escena de lugares y situaciones. Creo en esa magia, en ese misterio. El que se sienta a una mesa tiene una línea que le conduce a disfrutar de su plato, ya sea debajo de un árbol o en un fantástico restaurant. Las dos cosas pueden dar la misma felicidad si el lenguaje es el adecuado. Si no hay un alma detrás nada va a salir bien. Es lo que pasa en los grandes hoteles de Oriente. Son inversiones monstruosas, tienen canillas de oro, pero uno entra y siente un vacío enorme.

¿Qué lugar ocupan los buenos modales?

El tema es éste: si uno debe sentarse a comer un día con un rey y al otro día con un campesino, la ventaja es tener toda la información y desandar el camino. El que sabe comer con un rey y come con un campesino, lo hace de una manera maravillosa.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Vinicius de Moraes


Marcus Vinícius da Cruz de Melo Moraes, nació en 1913 en el barrio de La Gavea, Río de Janeiro, dentro de una familia aficionada a la música. Comenzó por escribir poesía y ya a los 14 años, compuso, con los hermanos Tapajós, el fox "Rubias o morenas". Completó sus estudios de leyes, pero nunca ejerció de abogado, en cambio publicó un libro de poemas y se dedicó a la crítica de cine. Obtuvo en 1938 una beca para estudiar literatura en Oxford, pero debió regresar al comenzar la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente se unió al cuerpo diplomático de Brasil en Los Ángeles como vicecónsul y en esa ciudad conoció a Carmen Miranda, de la que ofició como secretario. La muerte de su padre en 1950 lo hizo regresar y en 1953 se trasladó a Francia como segundo secretario de la embajada brasileña hasta 1956, dando origen al mito que atendía los asuntos diplomáticos en bares cercanos a la embajada.

Mientras se hallaba en Francia, su obra teatral "Orfeu da Conceição" obtuvo el primer premio en un certamen organizado como parte de los festejos del Cuarto Centenario de São Paulo. Buscando un músico para esta obra conoció en 1956 a Tom Jobim, dando inicio a la dupla más fecunda de la música brasileña. La obra teatral fue llevada al cine por Marcel Camus en 1959 con el título "Orfeo Negro". La banda de sonido del film incluye temas históricos como los compuestos por Luiz Bonfá y Antonio María ("Mañana de Carnaval" y "Samba de Orfeo") y los que aportaron Jobim y Vinicius: "La felicidad", "Nuestro Amor" y "Si todos fuesen iguales a ti". Orfeo Negro ganó el Oscar a la mejor película extranjera y la Palma de Oro en Cannes.


La asociación entre Vinícius y Tom, a la que se sumó João Gilberto en guitarra y voz, dio origen a la Bossa Nova con "Chega de Saudade", grabada en 1958. Pero el máximo éxito llegó en 1962: Heloísa Menezes Paes Pinto era entonces una hermosa adolescente que vivía en la calle Montenegro, en Ipanema. En la esquina de Montenegro y Prudente de Morais se hallaba el bar 'Veloso', donde solía reunirse con Tom. Heloísa, que pasaba por la vereda del bar rumbo a la playa,  sin saberlo fue la inspiración para que compusieran una canción, originalmente llamada "Menina que Passa" y luego "Garota de Ipanema". Hoy el bar lleva el nombre del tema, la calle Montenegro se llama Vinícius de Moraes y la canción es un símbolo de Brasil.

A mediados de 1968, durante una escalada de protestas contra su régimen, el Mariscal Costa e Silva dijo al canciller Magalhaes Pinto "Vinicius de Moraes… destituya a ese vagabundo". El acto institucional que cumplió la orden del dictador, justificaba las destituciones en el Ministerio de Relaciones Exteriores como una medida moralizadora para purgar el servicio público de "corruptos, homosexuales y borrachos". Según contó Marcelo Dantas, Vinicius se enteró de su destitución en Buenos Aires y amigos que fueron a recibirlo al aeropuerto de Río, lo vieron descender del avión con una botella de whisky y una pancarta diciendo, para disipar malentendidos: ¡Eu, sou bêbado! (¡Yo, soy borracho!). Entonces pudo dedicar todo su tiempo a la poesía.

sábado, 4 de febrero de 2012

Javier Reverte



Lleva viajando muchos años, conociendo gente y plasmando todas sus experiencias, tanto en libros como en periodismo. Un encuentro con él es huir de la monotonía y conocer los paisajes que le fascinaron.

¿Qué fuerza interior impulsa a viajar?

Muchos piensan que un viaje se realiza para huir de algo, y yo mantengo esa teoría. Uno huye de la monotonía de la vida cotidiana, ya lo decía Graham Greene "Escribir un libro o viajar permiten huir de la rutina diaria, del miedo al futuro". Coincido plenamente con él. La otra causa que nos impulsa a viajar es el conocimiento: la curiosidad y el saber son el motor de muchos viajeros. Lo ideal sería conjugar las dos cosas, abandonar la monotonía cotidiana y el intercambiar experiencias con otras culturas que ven la vida de forma diferente. Viajar amplía mucho el horizonte de miras y acaba con algunos dogmas.

¿Cuál es la diferencia entre un viajero y un turista?

La principal diferencia es el tiempo. El viajero tiene más tiempo, no está encajonado por una fecha de vuelta, otra diferencia es que el viajero no tiene planificada la ruta detalladamente y se abandona al azar. El turista ya tiene un programa hecho en un tiempo concreto y sabe de antemano lo que va a ver. El viajero busca e imagina.

¿Qué sensación le produce el ver que hay turistas fotografiándolo todo a todas horas?

Yo viajo siempre con una cámara fotográfica, pero no la utilizo mucho. Me gusta recoger momentos que pueden completar mis reportajes. Por ejemplo, las dos portadas de mis libros sobre África son mías. En cuanto al turista fotógrafo pienso que muchos ven los países a través del encuadre de un visor y van como comprando todo lo que encuentran.

¿Cómo es la opción de viajar en solitario?

Para mí es mucho mejor viajar solo, incluso en situaciones de previsible peligro. El viaje en solitario proporciona una sensación enorme de libertad, al decidir lo que vas a hacer ese día o esa noche sin tener que llegar a un consenso.

Me imagino que entonces decides convertir esa experiencia en lo que se denomina literatura de viajes. ¿Cómo se realiza la transición de viajero al escritor?

Mis viajes siempre los hago con un cuaderno de notas, en él apunto ideas mientras las personas se acercan y comienzan a contarme cosas. Ya no sé si viajo para escribir o escribo para viajar, no puedo hacer una cosa sin la otra. Escribir es como ralentizar el tiempo, como lo apuntó Graham Greene. Antes de iniciar un viaje me documento y leo mucho sobre la zona, luego en el lugar tomo notas que por las noches paso a un bloc más grande e incluyo las reflexiones del día. En España, retomo esas anotaciones y les doy estilo literario.

¿De dónde te viene la llamada de África?

Con los continentes te encaprichas, y los amas igual que a las mujeres. Nadie sabe muy bien por qué. Antes de ir a África, pasé mucho tiempo en Centroamérica enviando reportajes periodísticos. En aquel periodo convulso me cautivó el calor de su gente que vivía al borde del abismo. La fascinación por África me viene de la infancia y creo, como Hemingway, que África nos devuelve a la niñez. Es el continente literario por excelencia, muchas aventuras que Hollywood las trasladó al cine sucedían en África, por eso yo soñaba con ir allí. En mi libro Vagabundo en África he seguido a “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, por el río Congo. La imaginación es una forma creativa de ordenar la experiencia, y África es la prueba de esa verdad literaria.

¿Para descubrir esos mundos son útiles los libros de guías, o es mejor llevar libros de viaje alusivos a las zonas a recorrer?

En general, una guía tiene una información que caduca. En países africanos, las informaciones sobre rutas y otras cuestiones fundamentales pueden cambiar por una guerra o una catástrofe natural. Yo leo en casa, tomo nota de datos fundamentales y me llevo las reflexiones. Ahora mismo, estoy preparando un libro sobre Grecia y Turquía y me he interesado en saber como las descubrió Henry Miller hace mucho.

¿Qué tipo de literatura recomendarías para viajar con la imaginación?

Hay muchos libros, pero si he de señalar alguno me inclinaría por “El coloso de Maroussi” de Henry Miller; “Viaje al Congo” de André Gide; “Vía de escape” de Graham Greene y cualquiera de Manuel Leguineche, un artista del género, por ejemplo: “El camino más corto”.

viernes, 3 de febrero de 2012

Manuel Leguineche


Manuel Leguineche es un vasco, de Vizcaya, nacido en 1941. Ha estudiado derecho en la Universidad de Madrid y letras en la de Valladolid. Fue director de una agencia de noticias y su extensa obra es conocida por lectores que aprecian tanto la seriedad como la valentía de no ampararse jamás en el sobreentendido ni en el lugar común.

De un inmenso país como es Rusia, no es extraño que un escritor avisado y viajero impenitente como Leguineche pudo decir que su historia es la de sus ríos y conscientemente quiso profundizar realizando un crucero fluvial por el Volga ya que afirma, categóricamente, que sin él Rusia no existe. “Madre Volga” es el título del libro que publica el relato de su periplo a bordo del paquebote Serge Esenin, donde descubre el país desde una perspectiva muy distinta que si hubiera realizado el viaje por tierra.

La visión desde la baranda del barco indica todavía un mundo ordenado, aunque ajado y venido a menos, pero en su sitio. Con la compañía de sus contertulios, tres rusos de distintos caracteres y menos nostálgicos, contempla diversas ciudades y pueblos, cada uno de los cuales asocia, sobre todo, a sus literatos porque ningún otro país del mundo vive como Rusia los fantasmas de sus poetas y escritores.

La descripción de Nizhni Novgorod, que en la época soviética fue Gorki es un homenaje al escritor, pero trae a colación el recuerdo de Sajárov; así como la epopeya de Stalingrado, al paso de la actual Volgogrado, es evocación al siempre omnipresente Stalin. Para Leguineche viajar en crucero es lento, pero no por ello el viaje carece de sorpresas y momentos atractivos: desde la convivencia a bordo del barco a la circunstancia de poder poner unas flores en la tumba de Boris Pasternak al paso por Peredelkino. Con el autor llegamos a la conclusión de que el río bien merece el título de la obra… es que hay accidentes geográficos que parecen ser mucho más que un capricho de la naturaleza.

jueves, 2 de febrero de 2012

Benito Quinquela Martín



El 21 de marzo de 1890, un niño de unas tres semanas es dejado en la Casa de Expósitos de Buenos Aires, con una nota que decía: ¨Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín¨ junto a él la mitad de un pañuelo bordado.

No fue reclamado y a los seis años lo adoptó el humilde matrimonio iletrado de un carbonero genovés y una entrerriana: Manuel Chinchella y Justina Molina criaron a Benito con amor responsable. Después de tres años de escuela primaria, debe dejar los estudios para ayudar en la carbonería, pero su sed de conocimientos continúa: a los dieciséis años ingresa a la Sociedad Unión de La Boca, donde por la noche aprende dibujo y pintura. Al mismo tiempo lee todo lo que puede. Desarrolla su intelecto y comprende que el paisaje que lo rodea se le hace carne, obsesión y sentido de su obra. En 1916 una revista le dedica un artículo, “El Carbonero”, donde se describe con admiración la pintura de ese joven humilde, de un barrio luchador. Después vendrán el primer comprador, el reconocimiento de artistas y funcionarios, exposiciones, viajes y sobre todo la confirmación de su estética.

Cuando cumplió veintinueve años cambió la grafía de su nombre debido a que le decían burlonamente "chinche" y los genoveses lo pronunciaban Quinquela, castellanizando el nombre de su padre adoptivo y usando uno de sus nombres de bautismo como apellido. Completó su formación autodidacta a través de lecturas: el libro "El Arte" del escultor francés Rodin lo llevó a dedicar su vida a la creación artística. Cuando cumple 20 años expone por primera vez y se le diagnostica un principio de tuberculosis, buscando los purificadores aires de Córdoba para curar su enfermedad. Allí realiza una serie de paisajes y a los seis meses retorna convencido que debe reflejar su ambiente, es decir pintar su aldea: el barrio de La Boca. Para sus detractores basta el dictamen del Museo del Louvre, que después de estudiar su estilo, lo califica “quinquelismo” por carecer de analogías para definirlo.


Los viajes a través de todo el mundo se suceden, sus cuadros pasan a formar parte del patrimonio de los museos, recibe homenajes y es distinguido por personalidades. Pero decide volver al puerto donde echará el ancla para siempre: La Boca .A partir de allí comenzará su obra filantrópica. Su condición de filántropo lo llevó a comprar los mejores terrenos para construir una escuela para mil niños, un lactario donde dieron alimento a los niños abandonados, una escuela de artes gráficas para que se especializaran los niños del barrio y un instituto odontológico modelo, además del Teatro de la Ribera. Murió en 1977 y su cuerpo fue depositado en el ataúd que él mismo pintó en 1958 de color amarillo limón, verde y azul suave. Un camión de los Bomberos Voluntarios de La Boca lo trasladó hasta el cementerio de la Chacarita.