miércoles, 14 de marzo de 2012

Francis Mallmann



Este cocinero argentino es uno de los exponentes de la nueva cocina, aunque recientemente se afilió al estilo más rústico. Nacido en Buenos Aires, comenzó con la gastronomía en Bariloche a los 18 años, manejando el restaurante de una amiga. Luego se fue a París, pero volvió a la Argentina y abrió su propio local de cinco mesas y precios altos. Lo hizo sin nombre ni cartel, a puertas cerradas. Durante diecisiete años seguidos hizo televisión y enseñanza, sin embargo, optó más tarde por dedicarse a restaurants dispersos entre Argentina y Uruguay.

¿La masificación del rubro culinario perjudica a la alta cocina?

El peligro de las modas es que son superfluas. Hay que conocer las bases, la técnica y la historia para hacer algo moderno. A los 18 años yo copiaba la de los años ’70. No la conocía, pero la quería hacer porque se hablaba de eso y era la moda. Hoy puede entrar a internet y leer diez recetas de cocina tailandesa, hacer una lista de compras y prepararlas. Pero si no sabe cómo los tailandeses van al mercado y cuál es su idiosincrasia, hay un vacío en el plato. La cocina es algo inimitable, aprender a cocinar es pararse 3.000 veces con una sartén delante de una milanesa y lograr un lenguaje silencioso. Si se salta todo eso, queda un vacío de contenido y sobre todo de respeto a lo que esta haciendo. Creo que se toman a la ligera las cocinas étnicas y se mezclan sin respeto.

¿A quiénes les ha cocinado?

A Plácido Domingo le gustaban las pastas y a Madonna le cociné un bife. El actor Raúl Juliá fue un gran amigo y si le gustaba lo que le preparaba, después de comer, recitaba a Shakespeare. 

En su programa viaja por toda la Argentina, ¿qué descubrió?

El norte tiene una cocina elegante con raíces incaicas, y en el sur es gauchesca con influencias inglesas. Hay elementos dispersos, pero con recetas bien hechas se hacen glorias.  El asado es la cosa más difícil de hacer de la cocina argentina, depende mucho de la leña y el viento, pero además se necesita muy buena carne.

¿Por qué el viejo romance con José Ignacio y el más reciente por Garzón?

Primero porque soy medio argentino y medio uruguayo. De niños veníamos en el Vapor de la Carrera a Montevideo, a casa de mi abuela materna, Mercedes Ponce de León, en 25 de Mayo y Juncal. Abajo había un bar que hacía un fainá riquísimo. Más adelante en el tiempo, me contactaron en Bariloche para abrir una posada junto al mar. En el invierno de 1977 vine a ver José Ignacio y me encantó. Pasé mis primeras noches en una calle en la que sólo había dos casas, era el campo. Llegado el verano abrimos la Posada del Mar. Primero fui contratado, después asociado y en algún momento de los años 80 empecé a alquilar un sitio más informal, más joven, menos lujoso, en el que el fuerte eran los atardeceres. Simultáneamente abrí Los Negros, que primero fue muy chico y luego fue creciendo.

¿Añora algo del pueblo que todavía no había sido descubierto?

La nostalgia es acordarse de las llamadas telefónicas a manivela y a través de operadoras, que nos escuchaban todas las conversaciones. Me acuerdo que se decía que los negocios inmobiliarios eran soplados por ellas. No había agua, no había luz, trabajamos durante años con grupos electrógenos. Los clientes llegaban dando toda una vuelta por la ruta 9 y si el tiempo lo permitía, los cruzábamos en un botecito por la laguna. Como en un romance. Y yo tuve la suerte de haber sido invitado a participar en él.

¿Garzón es su descubrimiento más reciente?

En realidad conocí Garzón en esa misma época, aunque por otras razones. Había alquilado un ranchito en José Ignacio que suponía debía tener agua. Nos peleamos con el dueño y fuimos citados en Garzón por el juez de Paz para dirimir la situación. Vine al pueblo esa primera vez.

Además de ser una manifestación cultural. ¿La gastronomía es estatus?

Soy un convencido de que la cocina está muy arraigada a la historia y a la geografía. Creo que todos, hagamos lo que hagamos, aprendemos nuestro oficio hasta que técnicamente llegamos a un punto, luego hay que convertirse en generalista. Mirar de qué forma afecta tu trabajo la música, la moda, el caminar, el romance, el drama, el teatro. Es verdad que hoy tiene a un lugar demasiado alto. Ha estado muy de moda, y como todas las modas, tiene sus problemas de calidad. Si a eso se suma la globalización, hay cierta falta de respeto hacia la historia y la cultura. Si quiere mi punto de vista, soy crítico de lo que está pasando con la cocina hoy.

¿Qué lo inspira para retornar a una cocina más sencilla?

Ése es el lugar donde me siento más cómodo. Yo también fui joven, tuve sueños, viajé a Francia, aprendí mucho y copié mal. En determinado momento crecer significó descubrir que realmente lo que me gustaba era el lenguaje de lo sencillo, cosas cotidianas, que a veces pueden ser las más complicadas. Porque las cosas complejas y elaboradas tienen capas que permiten esconder y confundir. Pasar por una etapa así es parte de la formación de un cocinero, como de cualquier profesional. Cuando uno empieza suele admirar a alguien, pero es muy difícil copiar bien.

Del mismo modo está de vuelta de muchas sofisticaciones. ¿En qué consiste?

Dos grandes lujos, a la vez los más simples, son el tiempo y el espacio. Entrar a un hotel en el que uno tiene que caminar sesenta metros por un pasillito angosto, cargando las valijas, no es lo mismo que entrar a un viejo hotel donde hay espacios infinitos. Hoy la calidad de vivir tiene que ver con eso: con el espacio, con el tiempo y con la forma de disfrutar los recursos.

Mirándolo cocinar en sus programas se siente que disfruta la soledad. ¿Los escenarios alejados tienen que ver con un estado de ánimo o con una postura contra la globalización?

Cuando uno crece, elige. Ésa es una de las cosas más lindas de crecer. Uno empieza a ponerle límite a las cosas que durante mucho tiempo hizo porque las debía hacer, o porque le convenían. La soledad me encanta, es cierto. Es peligrosa: a veces asusta, a veces lastima, pero es un lujo.

¿Qué es lo más rico que ha probado en su vida?
Muchas cosas deliciosas, pero tal vez un arroz iraní crocante o unos pescados a la sal maravillosos que probé en Sevilla. Lo feo siempre está relacionado con lo rebuscado, con lo arrogante.

¿Qué tiene Uruguay en gastronomía, que no tengan los argentinos?

El fainá, que es de herencia, y los chivitos, que son una creación uruguaya.

¿Cómo tiene que verse una mesa para que se luzca el cocinero?

El plato tiene que ser blanco. No puede ser de otro color, porque el blanco es respetuoso con la comida. Pero yo creo en la escenografía, en la puesta en escena de lugares y situaciones. Creo en esa magia, en ese misterio. El que se sienta a una mesa tiene una línea que le conduce a disfrutar de su plato, ya sea debajo de un árbol o en un fantástico restaurant. Las dos cosas pueden dar la misma felicidad si el lenguaje es el adecuado. Si no hay un alma detrás nada va a salir bien. Es lo que pasa en los grandes hoteles de Oriente. Son inversiones monstruosas, tienen canillas de oro, pero uno entra y siente un vacío enorme.

¿Qué lugar ocupan los buenos modales?

El tema es éste: si uno debe sentarse a comer un día con un rey y al otro día con un campesino, la ventaja es tener toda la información y desandar el camino. El que sabe comer con un rey y come con un campesino, lo hace de una manera maravillosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario